Clínica Sancal

febrero 2016

Sin categoría

Incrustaciones más allá de los empastes

Tras una endodoncia o sanear una caries, las incrustaciones dentales son una de las mejores opciones para rellenar la cavidad resultante tras haber dejado el diente libre de infección y volver a tener estéticamente el mismo aspecto que en su día tuvo. Cuando existe aún diente original y no es necesaria la colocación de una corona, es necesario rellenar el espacio. Dependiendo del material que usemos podemos hablar de empastes o incrustaciones. Diferencias entre empastes e incrustaciones dentales Lo primero que debemos dejar claro por tanto es la diferencia entre un empaste de toda la vida y una incrustación.  La diferencia como hemos dicho reside en los materiales, el tiempo requerido para fijarse al diente, la durabilidad y el coste. Por poner un ejemplo, una vez que una caries es eliminada, el dentista puede rellenar el espacio con algún material de empaste normalmente con resinas o amalgamas o con una incrustación dental realizada con porcelana, oro o composites especialmente endurecidos. Las incrustaciones bien hechas pueden durar décadas mientras que los empastes, especialmente esos grandes que a veces se encuentran en los molares posteriores tienen una vida media de 5 a 10 años. Obviamente el coste también es diferente entre un empaste clásico y una incrustación en porcelana, siendo esta última un poco más elevada. Pero no solo eso, también el tiempo del tratamiento difiere. Una incrustación requiere varias sesiones mientras que una caries con su empaste se despacha en media hora más o menos. Si son más caras y requieren más tiempo ¿realmente merecen la pena? Obviamente cada paciente tiene sus propias necesidades, en general podemos señalar que las incrustaciones dentales gozan  de bastantes ventajas respecto a los empastes comenzando por la estética dental que se logra, la mejor adaptación a la superficie del diente (adaptación marginal), se pule mejor, se tiene menos sensibilidad postoperatoria, etc. ¿Sólo hay incrustaciones de porcelana? No, también pueden realizarse en metal, pero sin duda la porcelana por su estética y características semejantes a los dientes naturales son la mejor opción. Por otra parte recuerda que los metales con el calor y el frío se expanden y contraen con lo que tampoco es algo que beneficie a tus dientes. De todos modos hay que reconocer que en cuanto a resistencia y coste económico el metal es superior, pero aún así la porcelana sigue siendo la opción más popular en las incrustaciones ya que sus ventajas superan a la menor durabilidad y precio. ¿Todas las incrustaciones son iguales? No. Existen diferentes tipos de incrustaciones dentales. Sin querer convertir este post en una clase de odontología simplemente las citaremos: inlay, onlay y overlay. Básicamente difieren en la cantidad de material requerido y la superficie del diente cubierta con él. Las más populares son las dos primeras: inlay y onlay. Pero como una imagen vale más que 1.000 palabras y ya llevamos unas cuantas, aquí puedes ver claramente en que se diferencian los tres tipos de incrustaciones. El tipo de incrustación que requiera tu caso concreto deberá ser determinado por tu dentista de confianza al que puedes (y debes) preguntar todas las cuestiones que te surjan respecto a por qué este material y no otro, por qué este sistema y no otro, por qué esta tapicería de consulta y no otra (bueno, esta última no …) en fin, que estamos para ayudar, aclarar y que te sientas bien y sonrías, porque es a lo que nos dedicamos.

Cultura y curiosidades

Curiosidades: el ratoncito Pérez

Los dientes temporarios, también llamados de leche por su color notablemente más blanco que los dientes permanentes, llevan consigo una interesante historia unida a la vida cotidiana a través de los años. La tradición de intercambiar dinero por los dientes de leche caídos tiene posiblemente su origen en una antigua superstición vikinga, que suponía que poseer una parte del cuerpo de un niño aportaba poder y suerte en las batallas. Los vikingos acostumbraban comprar los dientes de leche caídos para utilizarlos como amuletos, engarzándolos en sus collares. Según algunos historiadores, durante la edad media a los niños se les hacía tirar sus dientes caídos al fuego, para evitar con ello tener que volver a buscarlos después de la muerte. También se ha recogido la tradición de enterrar los dientes de leche para evitar que las brujas los encuentren, ya que si ellas se apoderaban de uno y lo tiraban al fuego, obtendrían poder sobre el alma de su dueño. Es posible que los padres, para asegurarse de evitar la supuesta posesión del demonio, quemasen ellos mismos los dientes de sus hijos y a cambio les obsequiasen con dinero, como los vikingos, o algún otro pequeño objeto que el niño desease. En ciertas regiones de Suecia y Grecia era tradición evitar que los dientes caigan en poder de animales con los que no se desearía tener semejanzas dentales y en algunos lugares de Portugal y Chile los niños deben lanzar sus dientes sobre el tejado, diciendo al mismo tiempo una rima que pide un nuevo diente sano y fuerte. En Salamanca fue costumbre dejar los dientes en puertas, ventanas o en las rendijas de las maderas del desván, para evitar los hechizos y las brujerías, mientras que en Galicia, se contaba a los niños que por el espacio que dejó el diente perdido se les escapaban las mentiras, tratando de evitar así que mientan. En algunas zonas del País Vasco se acostumbraba machacar el diente, con la idea de evitar que el diente permanente saliera en mala posición. Esta tarea la debía llevar a cabo una mujer de la familia cercana al niño. En Cataluña como sabemos, es tradicional que los angelitos recojan los dientes y dejen a cambio una pequeña recompensa. En las primitivas sociedades agrarias europeas era habitual que las madres ofreciesen a los ratones que crecían entre el grano los dientes de leche de sus hijos. De esta manera buscaban unir la fertilidad de sus campos con el crecimiento de unos niños fuertes y sanos, o sea aplicar los viejos ritos y creencias asociados a la madurez y los ciclos de la naturaleza. En 1894 un sacerdote jesuita llamado Luis Coloma, consejero de la casa real española y también autor de cuentos, escribe una pequeña historia para el niño Rey Alfonso XIII, a petición del rey Alfonso XII y la reina María Cristina. El objetivo era explicarle al niño de 8 años qué pasaría con su diente, que estaba a punto de caer. Probablemente el sacerdote tomó como base las tradiciones agrarias para llevar a cabo el encargo. Los protagonistas del cuento eran un rey niño llamado Buby (así llamaba cariñosamente la reina a su hijo) y un ratón de apellido Pérez, que vivía con su familia en una gran caja de galletas en los sótanos de la confitería de Carlos Prats, famosa por entonces, en la calle Arenal 8, de Madrid. Al perder su primer diente de leche el rey Buby lo dejó debajo de la almohada, siguiendo el consejo de su madre, para que lo recogiera el Ratoncito Pérez. Esperó despierto tanto como pudo, con la ilusión de conocer al menudo personaje, pero al pasar las horas el sueño le venció y se escurrió entre las sábanas apoyando la cabeza sobre la almohada que escondía su tesoro. De pronto se despertó por un roce suave en la mejilla. Era la cola de un pequeño ratoncito que llevaba un sombrero de paja, gafas de oro, zapatos de lienzo crudo y una cartera roja: el Ratoncito Pérez. El niño le pidió que le permitiera ser su compañero de recorrido y el ratón accedió. Tocó con su cola al pequeño y lo transformó así en ratón por un rato, para que lo pudiera acompañar. Durante el viaje que hicieron juntos Buby descubrió que fuera de palacio había un mundo totalmente diferente al que él estaba acostumbrado a disfrutar. Conoció a muchos niños pobres y aprendió valores como la valentía y la generosidad. Ya de regreso en el palacio, Buby volvió a transformarse en niño. El Padre Coloma quiso sembrar así en el pequeño Alfonso la idea de que todos los hombres somos hermanos, tanto ricos como pobres. El cuento del Ratoncito Pérez, prácticamente desconocido como tal en España, no se publica desde 1947, pero curiosamente se reedita cada año en Japón. La tradición es común en países muy diferentes como Nueva Guinea, Ucrania, Alemania, Colombia, Uruguay, Argentina… Ha viajado a Francia, dónde el personaje es llamado simplemente Ratoncito (la petite souris) y a Italia, donde se le conoce como Topolino. Evidentemente en los países hispanohablantes mantiene la denominación española, aunque al ser adoptado en México, algunos comienzan a llamarle ahora Ratón Zapata, dentro de la corriente de valoración de tradiciones nacionales. Este cuento forma parte del patrimonio cultural español, el manuscrito original se guarda hoy en una cámara de seguridad de la Real Biblioteca de Palacio en Madrid. Desde el 5 de enero de 2003, en la calle Arenal número 8 de Madrid, por supuesto, hay una placa conmemorativa que dice: “Aquí vivía en una caja de galletas, Ratón Pérez, según el cuento que el padre Coloma escribió para el niño Rey Alfonso XIII”. En los países de habla inglesa (Inglaterra, EEUU, Australia) el papel de recoger los dientes perdidos se encargó al «Hada de los dientes» (Tooth Fairy). Las hadas formaban parte de la cultura céltica, anterior a la era cristiana. A lo largo de los años la tradición del Hada de los dientes se arraiga en la cultura

Cultura y curiosidades

Los dientes en el arte

La sociedad moderna está convencida de los beneficios de tener unos dientes sanos y bonitos, y son cada día más los que buscan conscientemente, renovar y enseñar públicamente esa blancura que fueron perdiendo con el tiempo y sus hábitos de vida, pero ¿qué hace a los dientes blancos tan atractivos?, ¿siempre ha sido así? Realmente la blancura y belleza de unos dientes perfectos es un estándar de nuestra sociedad actual. Si nos fijamos en el arte clásico los dientes no aparecen como una de las claves que marcaban belleza alguna. ¿Nunca te has dado cuenta de eso? Fíjate en el Renacimiento, por ejemplo, ¿cuántas bocas abiertas mostrando dientes puedes ver? realmente pocas y si ves alguna siempre aparecen o bien entre abiertas o directamente como cuevas negras como simbolismo de algo no precisamente positivo. En El Jardín de Las Delicias (El Bosco), podemos ver a un montón de gente pasándolo pipa… pero sin mostrar un diente. La sonrisa abierta y franca no ha sido algo que se pudiera ver fácilmente. Desde un punto de vista totalmente artístico, sin más implicaciones, una de las mujeres más reproducidas en el arte, la Virgen María, no ha enseñado en la historia del arte nunca un diente, pasara lo que le pasara, y mira que le pasaron cosas…   Obviamente una de las razones es que la belleza estaba entonces en otros lugares: se buscaba el pelo dorado, los ojos oscuros, la tez blanca y labios encarnados. Los dientes… bueno, mejor no abrir la boca por miedo a ver qué descubríamos.     Pero fuera del arte religioso, el no mostrar los dientes como un signo de belleza más, era la norma. Cuando se pintaba una Venus, como paradigma de la sensualidad, casi siempre podías ver todo (y todo es todo) menos los dientes. La maja desnuda (Francisco de Goya y Lucientes), muy mona ella, pero… a saber cómo tendría sus dientes… Y es que era lógico, caries, mal aliento, dientes negros, torcidos o directamente inexistentes eran lo normal en esa época. Aunque, no nos engañemos, recetas para preservar y blanquear los dientes ya existían y contenían elementos que hoy en día reconocemos como válidos -unos más que otros- para nuestra higiene bucal (hinojo, apio, menta, frotamientos con sal y salvia, enjuagues con alcohol… ), pero también había otras “recetas”, como las de Nostradamus, que todo lo que podían “predecir” es un seguro desastre dental ya que su “pasta blanqueante” utilizaba cosas como cristal pulverizado, mármol, perlas machacadas, piedras de río, etc. Si en el siglo XVIII podemos fijar el primer cepillo de dientes, aún no veremos ningún cuadro barroco, rococó o romántico en el que una persona formal, de la nobleza o a la que se le supongan elevados atributos sociales o morales se ría mostrando sus dientes sin pudor. Todo lo que vemos son, como mucho, sonrisas insinuadas o tímidas y, si vemos dientes, lo hacemos siempre en cuadros de borrachos, de gente fea, como sinónimo de decrepitud o de vidas poco recomendables. Entonces ¿cuándo llegó la moda de mostrar los dientes blancos y perfectos como sinónimo de belleza? No vamos a hacer un estudio antropológico, pero podemos decir que fueron muchos factores los que incidieron en ello y hay que reconocer que la influencia de Estados Unidos en la cultura occidental en la primera mitad del siglo XX tuvo buena parte de culpa. La influencia que la cultura estadounidense logró imponer con sus actores y actrices, su cine en technicolor, el american way of life de los años 50, las rutinas de higiene dental que los soldados adquirieron tras la segunda guerra mundial, la publicidad, el arte pop… junto a una explosión de la ciencia dental técnica y práctica en procedimientos dentales estéticos como en ortodoncia, prótesis, quirúrgicos, etc., hicieron que a día de hoy, lo que en el pasado era mejor ocultar, hoy sea motivo de belleza y, por qué no, de lucimiento con orgullo.  

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