La sociedad moderna está convencida de los beneficios de tener unos dientes sanos y bonitos, y son cada día más los que buscan conscientemente, renovar y enseñar públicamente esa blancura que fueron perdiendo con el tiempo y sus hábitos de vida, pero ¿qué hace a los dientes blancos tan atractivos?, ¿siempre ha sido así?
Realmente la blancura y belleza de unos dientes perfectos es un estándar de nuestra sociedad actual. Si nos fijamos en el arte clásico los dientes no aparecen como una de las claves que marcaban belleza alguna.
¿Nunca te has dado cuenta de eso? Fíjate en el Renacimiento, por ejemplo, ¿cuántas bocas abiertas mostrando dientes puedes ver? realmente pocas y si ves alguna siempre aparecen o bien entre abiertas o directamente como cuevas negras como simbolismo de algo no precisamente positivo.
En El Jardín de Las Delicias (El Bosco), podemos ver a un montón de gente pasándolo pipa… pero sin mostrar un diente.
La sonrisa abierta y franca no ha sido algo que se pudiera ver fácilmente. Desde un punto de vista totalmente artístico,
sin más implicaciones, una de las mujeres más reproducidas en el arte, la Virgen María, no ha enseñado en la historia del arte nunca un diente, pasara lo que le pasara, y mira que le pasaron cosas…
Obviamente una de las razones es que la belleza estaba entonces en otros lugares: se buscaba el pelo dorado, los ojos oscuros, la tez blanca y labios encarnados. Los dientes… bueno, mejor no abrir la boca por miedo a ver qué descubríamos.
Pero fuera del arte religioso, el no mostrar los dientes como un signo de belleza más, era la norma. Cuando se pintaba una Venus, como paradigma de la sensualidad, casi siempre podías ver todo (y todo es todo) menos los dientes.
La maja desnuda (Francisco de Goya y Lucientes), muy mona ella, pero… a saber cómo tendría sus dientes…
Y es que era lógico, caries, mal aliento, dientes negros, torcidos o directamente inexistentes eran lo normal en esa época.
Aunque, no nos engañemos, recetas para preservar y blanquear los dientes ya existían y contenían elementos que hoy en día reconocemos como válidos -unos más que otros- para nuestra higiene bucal (hinojo, apio, menta, frotamientos con sal y salvia, enjuagues con alcohol… ), pero también había otras “recetas”, como las de Nostradamus, que todo lo que podían “predecir” es un seguro desastre dental ya que su “pasta blanqueante” utilizaba cosas como cristal pulverizado, mármol, perlas machacadas, piedras de río, etc.
Si en el siglo XVIII podemos fijar el primer cepillo de dientes, aún no veremos ningún cuadro barroco, rococó o romántico en el que una persona formal, de la nobleza o a la que se le supongan elevados atributos sociales o morales se ría mostrando sus dientes sin pudor.
Todo lo que vemos son, como mucho, sonrisas insinuadas o tímidas y, si vemos dientes, lo hacemos siempre en cuadros de borrachos, de gente fea, como sinónimo de decrepitud o de vidas poco recomendables.
Entonces ¿cuándo llegó la moda de mostrar los dientes blancos y perfectos como sinónimo de belleza?
No vamos a hacer un estudio antropológico, pero podemos decir que fueron muchos factores los que incidieron en ello y hay que reconocer que la influencia de Estados Unidos en la cultura occidental en la primera mitad del siglo XX tuvo buena parte de culpa.
La influencia que la cultura estadounidense logró imponer con sus actores y actrices, su cine en technicolor, el american way of life de los años 50, las rutinas de higiene dental que los soldados adquirieron tras la segunda guerra mundial, la publicidad, el arte pop… junto a una explosión de la ciencia dental técnica y práctica en procedimientos dentales estéticos como en ortodoncia, prótesis, quirúrgicos, etc., hicieron que a día de hoy, lo que en el pasado era mejor ocultar, hoy sea motivo de belleza y, por qué no, de lucimiento con orgullo.